El
Derecho es un campo de batalla. Las leyes, las normas, son expresión
de las relaciones sociales y económicas que existen en una comunidad
determinada. Y eso incluye, obviamente, las relaciones de género,
los distintos y desiguales papeles que hombres y mujeres desempeñamos
en la sociedad y que cristalizan en normas también desiguales.
Si
señalo esto antes que ninguna otra cosa es porque en el debate sobre
el aborto es bastante fácil perderse en discusiones técnicas o
éticas, que sin duda tienen su importancia, pero no son lo
determinante. Podemos discutir sobre si un feto es o no es una vida
humana, sobre cuál es el momento a partir del cual es médicamente
viable o sobre si hay que proteger los derechos futuros de ese
“nasciturus”, ese no-nacido. Pero, al igual que en un convenio
laboral los derechos reconocidos a los trabajadores y trabajadoras
están en correlación con su lucha para conseguir esos derechos,
también es el avance del conflicto, de la lucha por la igualdad, el
que determina en qué términos se desarrolla el debate jurídico
sobre el aborto.
Pues
bien. Si el Derecho es un campo de batalla, en lo relativo al aborto
es una batalla que vamos perdiendo por mucho. Porque a día de hoy estamos hablando sobre un delito.
Nuestra pelea real lleva décadas estando en ampliar los supuestos y
plazos en los que ese delito excepcionalmente no se castiga, aunque
reivindiquemos la despenalización y el reconocimiento del derecho a
decidir sobre nuestra maternidad y nuestro cuerpo.